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sábado, 10 de agosto de 2013



Corrido La soldadera maderista. Dibujo en zinc.
 
 
 
José Guadalupe Posada/ Vox pópuli

 

Para Ana Eréndira, mi hija.

 
Bien sabida es la dimensión que ha cobrado la figura de Posada en el ámbito de las artes del país, como sabido es que el valor de su obra está inscrita en el marco del arte global, gracias a sus valores plásticos, a su carácter eminentemente documental y, no menos importante, al registro del humor de un pueblo. Hace cien años de la desaparición del que fuera un incesante productor de imágenes impresas en la fábrica de Antonio Vanegas Arroyo, en la ciudad de México, en plena turbulencia de un país que dejaba la época de la dictadura porfiriana para entra en la tierra de nadie de la modernidad recién entrado el siglo XX. A la luz de un siglo puede intentarse una lectura de cierta profundidad en torno a la obra del grabador de Aguascalientes, no tanto a los pormenores de su vida, que han pasado a segundo término; resta considerar la huella de su obra como inusual crónica de un tiempo trágico; una crónica operada desde el sector social más desprotejido, al que nunca se otorga voz sino por la vía del vigoroso talento de un individuo excepcionalmente dotado de sentido crítico y una extraordinaria capacidad de potenciar el dibujo y el grabado al grado máximo de su expresión.

 

 
 
 
De alguna manera, cierto pensamiento nacionalista postrevolucionario (década de los ‘40) identifica las señas particulares de una masa segregada en el pasado reciente, consignada en las innumerables planchas que Posada había roturado, ora en la piedra litográfica, en la madera, el plomo, el zinc, en los talleres donde fue consolidándose como un extremo dibujante aplicado a la reproducción múltiple, perfectamente engarzado en la tradición de la estampa. Heredero de una tradición gráfica proveniente de la litografía europea, Posada opta por la gubia y, sucesivamente, por el buril y el ácido, cuyo registro permite copias ágiles y una intensificación y enriquecimiento de la imagen impresa. Puede pensarse en la popularidad de la estampa religiosa, de intención enteramente moralizante, en la época de transición de una sociedad preindustrial a otra cuya modernidad resulta discriminatoria del grueso de la población en su mayoría analfabeta. Se entenderá que la hoja volante de un centavo cobraría tal vigencia que mantendría el decir cotidiano como la forma comunicacional por excelencia en aquellas mayorías para las que lo moderno estaba vedado dada la persistencia de una descarnada expoliación de la fuerza de trabajo típica del sistema de haciendas y su consiguiente nulo acceso a la cultura; es entonces que en esa hoja efímera aparecen las letras del corrido, ilustradas con impecables y rápidos trazos en los que se figuraba el suceso público narrado en las cuartetas cantables. Estos corridos eran escritos por gente especializada en el género, cuyo oficio mantenía una vieja costumbre en la que se contaba y se cantaba de cara a un público iletrado. Trovadores, formados quizá en la escuela del romance español, que tenía la forma corrida de cantarse, o portadores de alguna vena autóctona sobreviviente a lo largo del período independentista y la época de Reforma; así el verso popular fue registrado abiertamente para su consumo, gritado o cantado en las esquinas de los pueblos y ciudades, como lo habían hecho aquellos ciegos que pregonaban los pliegos de cordel en la Europa medieval.  

 

En el contexto postrevolucionario, ya institucionalizada la vida política y cuya actitud legitimadora del pensamiento nacionalista precisaba de formas populistas en su discurso, reaparece José Guadalupe Posada, mitificado como un hacedor de identidad nacional, acorde con la intención educadora de los nuevos tiempos. La voz cantante de la intelectualidad metropolitana, en 1946, es la piedra de toque de la entronización de Posada como símbolo de mexicanidad. Para entonces ya la radio difundía la música del corrido con un alcance que las modestas hojas de colores del taller de Vanegas Arrollo –y sin duda de otros muchos talleres- no habían tenido décadas atrás.

 

La décima, el corrido, las calaveras y refranes del pueblo, fueron ilustrados por gente como Posada, Manilla y otros, con la espontaneidad de gesto gráfico que muestra la formación no académica del pulso. En la obra del ilustrador Posada puede verse la hechura de quien ha asimilado la línea modernista de la imagen publicitaria de todo tipo: jabones, cajas de cerillos, tabaco, dulces, telas, perfumes, etc. Era el tiempo en el que la imagen preciosista del Art noveau signaba el mundo visual de las artes; venido a México por la vía del afrancesamiento en boga, este movimiento finisecular permeaba la labor del editor, que era todo: tipógrafo, impresor, grabador, ilustrador y escritor, una especie de “hombre del Renacimiento”. Acusa Posada esa influencia, sobre todo en las portadas de sus cancioneros.
 
 
En el área de divulgación de la letra de corridos despliega Posada su repertorio de caracteres en una larga serie de personajes populares y situaciones varias, que van desde incendios, inundaciones, cometas, parricidas, etc, hasta el momento álgido de la gesta revolucionaria en la que el ilustrador obsequia las efigies de capitanes, generales, caudillos, fusilamientos. Quizá en la historia de este país no hubo jamás un momento en el que el arte popular estuviera inmerso en la vida de tal forma que sus vestigios se han convertido en referencia obligada de académicos y artistas por igual, por su carácter documental y por significar un hito insuperable en la cultura gráfica ligada al tronco anónimo de las expresiones colectivas más profundas de que se tenga memoria.
 

 

 
 
En la hoja suelta el tipógrafo acomoda la orla, el texto y la ilustración a la velocidad de los acontecimientos, lo que propicia ese acabado característico de lo emergente, lo apresurado, lo necesario. Una forma de prensa de multitudes acorde con los vertiginosos cambios en el ambiente y la amplia variedad de noticias y extrapolaciones narrativas, acogió de modo natural a la cuarteta del corrido, la estrofa de la décima y el verso refranero del dominio público, ilustrado todo ello con la soltura y agudeza de un dibujo que evoca un tanto el Goya de los Desastres de la Guerra y los Caprichos y Disparates, o el contemporáneo Daumier.

El corrido es lengua natural de las multitudes. Se crea, se interpreta y se consume en el pueblo, a quien Víctor Jara denominara Juan sin tierra; está en el ser popular el octosílabo y esa cadencia cruda que lo hace fácilmente memorizable, transmisible. De esta vena, bien entrado el siglo XX, tenemos noticia a través de uno de los últimos trovadores: Chava Flores.
 
 
 

 
 
El nacionalismo postrevolucionario, pues, quiso reivindicar la forma poética llana al adoptar la obra y figura de Posada, el artesano en cuyas manos fue fraguándose el personaje entrañable de un pueblo confinado a la superstición, el temor y la rabia; un personaje que no tenía más rostro que el silencio y la resignación y que había tenido que jugar su papel de carne de cañón en la guerra fratricida. Se dice que es esta la etapa terminal del corrido en su forma tradicional de glosa medianamente épica de personajes admirados o queridos por la muchedumbre. Quizá a eso se refería Diego Rivera cuando vistió la Catrina del brazo de su autor en el mural Sueño de una tarde en la Alameda Central. De cualquier modo, la obra del grabador nunca se apartó de la probable interlocución con la gente de a pie, gente que no sabía del incalculable valor de la hojita de color que compraba por unos centavos en la esquina de la calle, quizá expendida por el cilindrero, el indigente, o el ciego del barrio, justamente como los antiguos ambulantes medievales.
 
 

 

 
El filón humoral de la obra de Posada asoma en cada una de sus ilustraciones, incluso en las de los corridos previos a la guerra de Revolución. Hay mucho de la jocosidad y fatalismo populares, que el dibujante acierta a mostrar y que, favorecerían el éxito innegable de las baratas hojas volantes que han llegado hasta nuestros días. Es el dibujo de este cronista de un desenfado a veces rayano en lo grotesco, aunque afín a los contenidos del impreso. Puede decirse que, estéticamente, la obra de Posada es del todo consistente por la plasticidad con que resuelve los asuntos, comunica y alimenta la percepción cifrada en signos propios de una larga tradición cultural, derivada de la invención de la imprenta. Para la multitud, las hojas volantes fueron los libros en los que había que ver y verse, páginas aleatorias cercanas a la voz de los que nada tenían que perder… y quizá, por el azar combinatorio, donde muchos aprenderían a leer de la manera más inimaginable aún, porqué no.

 

Miguel Carmona

Morelia, Michoacán.

Agosto 2013.

 

 

 

 

domingo, 4 de marzo de 2012


NOSTALGIA DEL MAR

Notas para Del sueño y la vigilia, exposición plástica de Rafael Flores.






El mar.
El misterio más grande
Jorge Díaz de la Cruz

A Salomón, Noé y Carlos.

I



Surrealismos vemos.

El Centro Cultural Universitario de la Universidad Nicolaita no es precisamente un buen lugar para exponer una obra plástica. Independientemente de sus deficiencias como galería y sus fallos administrativos, suele ser presa de contingencias como una huelga estallada (sic) por el SPUM. Sabido es que la huelga es el resultado de ciertos acuerdos legaloides entre patrones y obreros, ahora convertida en instrumento de coacción y componendas entre mafias, aunque ello traiga consigo el cierre de una Exposición, la realización de un Congreso, la lectura de un libro de poesía...

Nuestra Universidad es rehén de organizaciones sindicales. Mientras persista este estado de cosas no se puede hablar de un desarrollo cultural universitario, mucho menos de una cultura artística, una de las funciones torales –dicen- de la Máxima Casa de estudios. Bien se pueden ir al demonio las propuestas de los artistas; los sin memoria medran en las instituciones, reivindicadores de la lucha de clases y otras zarandajas.

En estas se ha visto la muestra Del Sueño y la vigilia de Rafael Flores, que ofrece su obra plástica más reciente. Aquí glosaremos algo de lo que nos fue posible admirar en los pocos días que duró abierta la Exposición.





II



El Surrealismo, llegado a México en 1940 con el exilio español, Bretón y Trotzky, Diego y las fechorías de Frida, echó raíces en México, aunque sé que algunos surrealistas vivos (Ludwig Zeller dixit) consideran en serio la idea de Bretón de tildar a nuestro país como territorio surrealista por excelencia. Eso puede explicar la catadura de la muralística mexicana de entonces, conocida como Escuela Mexicana de Pintura, con todo y las exclusiones machistas de que fue objeto la obra de Saturnino Herrán, contemporáneo de aquel superrealismo de fachada nacionalista. De esa escuela provienen autores como Adolfo Mexiac, Alfredo Zalce, María Izquierdo, Leopoldo Méndez y otras especies.


De cualquier manera, aludimos a este romanticismo del siglo pasado a fin de referirnos a los procesos de la creación poética como patrimonio del inconsciente como lo concibió Freud, misoginias aparte.

Surrealista involuntario, Rafael Flores –y no por la ominosa presencia del SPUM en el Centro Cultural Universitario- pone el acento de su labor en el espacio onírico, la conflagración lúdica de los patrones establecidos en las artes  y la cita humorística de cierto Dalí, además del chorreado del pigmento en el lienzo (un informalismo de Mason, más tarde recuperado por Tapiès).

Dicho así, resulta que el surrealismo tiene derecho de vía entre nosotros desde su arribo y no hay quien haya podido sustraerse a su influjo, ya que la práctica del humor, el azar creativo y la libre asociación se han vuelto corrientes en estos días.






III


Las coordenadas que asoman en la exposición no dejan de inquietar. Nacido lejos del mar, Rafael recurre a su imagen para inscribir el hábitat onírico de sus personajes. Sueños comunes a cualquier mortal, los paisajes salobres reunidos por el pintor transitan del sueño a la vigilia y de esta al lienzo, atraídos por la belleza de palabras impronunciadas; quien sueña con sonidos sabe que no hay equivalencia en palabras, como dijera Ludwig Zeller, y que nos queda solamente una reserva de alegría con que veremos el mundo y tomaremos posesión de él. El autor propone asumir la juventud de esa alegría habitando su obra. Cómo se hace eso. Nada fácil, sólo tenemos que dejar de ser quienes somos y ensayar el ingreso a universos inimaginables atravesando la superficie de sus óleos. Cualquiera sabe que la gente normal no acostumbra a emprender nada azaroso. Sin embargo, la misma gente sabe que el arte de la pintura es eso: una ventana abierta al naufragio.





Rafael sustrae los rostros de sus personajes desnudos, evita la mirada maniquea y pedestre a través de manipulaciones espaciales y geometrías extenuantes templadas por su vena juguetona. Una modesta malicia guiña el ojo a quienes nos acercamos a estos óleos donde las fronteras han sido proscritas. Mirar en ellos obra el milagro de ver la pintura; todos pueden hacerlo, más no todos vuelven indemnes. La plástica de Rafael está desprovista de intelectualismos y trucos; su claridad y frescura son cepos en los que invariablemente caemos, creyendo que el autor está ilustrando un sueño. En realidad es imposible ilustrar un sueño; hay que dejarlo manifestarse, por muy disparatado que parezca; al final, asentado el torbellino, se ve su sentido perfectamente conectado con nuestra vigilia, como voltear un calcetín, diría Cortázar.

El arte de la pintura activa la memoria pupilar del sueño en la zona soleada de la vigilia. Hablamos del sueño vivido, incubándose a lo largo del día cuando estamos despiertos. Quien dice que los sueños tienen significado son unos mentecatos; el significado es accesorio, tan ilógico al sueño que lo descalifica. En todo caso, la polisemia de los sueños es inaprensible. La muestra de Rafael es el intervalo en el que veremos nuestros sueños en un lienzo. Si no lo entiendes no es para ti, suele decirse. A la manera de Orfeo, el pintor viaja al Hades a traer partes de lo insondable. Y qué carajos es lo insondable, dirán algunos. La vida misma. Irónicamente, es imposible arrancarles una palabra acerca de su viaje y no sabremos cómo lo hacen, cómo pueden, como no sabemos cómo hacen los niños para estar tan contentos a pesar de vivir en un mundo imperfecto.






IV


Otro fragmento de la obra son los autorretratos. Como salmón que remonta hacia el origen, Rafael regresa a su retrato a depurar las adherencias abisales y los delirios. Retrata uno de sus rostros posibles, mirando hacia acá, urgido de presente. La gran mayoría de artistas lo hacen; lo hizo Goya, Rembrandt, Leonardo, para volver aquí, para confirmar su pertenencia a nuestro reino y reconocerse en nuestra retina, a sabiendas de que este presente es ilusorio, fantasmático, breve, sin citas ornitológicas, alzados romanos ni registros fósiles; presente puro, flujo eterno.

Porqué se retrata uno mismo. Para derruir nuestras identidades con una más, clamando vean, también soy esto además de aquello tan vasto.





V


Y es vastísimo aquello. Al parecer habita inmerso en la sima del mar, de la que recogemos muestras arrojadas por la marea al amanecer. Apenas abrimos de nuevo los ojos ya está allí: restos de la transfiguración operada durante el sueño, evidencias ancestrales de los que hemos sido, sílabas de la eternidad y la infinitud, como decía William Blake; fragmentos, fragmentos, fragmentos; plumas, huesos, pétalos, piedras, chispas, humo. Todo está allí cada mañana, fijándose en el pliego de la vigilia en el que antes estuvo la osamenta del pez acantopterigio, el maxilar pleistocénico del oso devorador y, antes de ellos, la constelación del cangrejo, el ala dibujada por Leonardo, la piel de la muchacha y la cáscara flameante del cítrico en el aire. Todo estaba allí desde siempre y vuelve cada vez a definirse por el agua, siempre el agua, ora burbujeante, ora límpida y quieta en las granulaciones de los cuerpos inéditos bajo el párpado.


Se refiere al Renacimiento, pauta de nuestra occidentalidad. Desde allí rastrea el firmamento, tropieza con Caravagio, Dalí, los naturalistas, la alegoría, el humor. Su pintura está plagada de pintura, como Dios manda, de excelente factura y extraordinario vigor, haciendo volver el desnudo a los caballetes; una actitud a salvo de la parafernalia cibernética (nuevo Leviatán de las artes, y de los detritus). En Del sueño y la vigilia Rafael Flores consolida una trayectoria figuradora, de una irrefutable calidad poética.






Miguel Carmona Virgen.
Morelia, Michoacán. Marzo 16/2008.

domingo, 19 de febrero de 2012

DEVASTACIONES

 OBRA GRÁFICA DE CRISTÓBAL TAVERA


Para Ana, Jorge y los niños.

Mención aparte merece el oficio de Cristóbal Tavera; ya en los textos aproximativos de Omar Gasca se ha dicho bastante en relación a los personajes en su discurso gráfico, sin embargo, anotaremos aquí el principio laborioso del grabador –que entraña el extraordinario reinado del dibujo. Convocar al dibujo, es lo que hace el artista (aunque él mismo sostenga que no hay más que lo que se ve) a través de la renovación de la mirada; vemos y somos testigos de la invasión de cuanto vemos; abrir los ojos y ver, el acto reflejo inicial a partir del que arribamos al puerto de las ideas, donde aprendemos a dejar de ver el exterior para develar el interior y ver con mayúsculas gracias a las operaciones infinitas que provoca el mundo entrando a la retina; de este reflejo innato en todos los seres provienen gran parte de nuestras especulaciones y acechos a lo que llamamos real y que es cambiante, mucho más de lo que podemos imaginar o recordar.



Entonces llamamos memorioso al que muestra la fábrica de que está dotado, en un lapso lo suficientemente elíptico que nos permita distinguir las cosas, las palabras, las imágenes. De estas últimas es de lo que trata Cristóbal, autor de un alfabeto amplísimo en el que puede uno perderse felizmente tras seguir las huellas –que de eso trata la obra, de marcas, señales, incisiones, devastaciones- practicadas en la placa de madera, la plancha de zinc, el sustrato de linóleo. Eso es la imagen, libre de todas las tautologías y las asociaciones posibles emprendidas por el veedor, impronta del tiempo humano, testificación de las reuniones imposibles, las antinomias, los disparates, la magia del trazo encallando en la superficie del grabado que será impreso al revés (otro de los atributos anticipatorios del dibujante) en la pulposa llanura del papel a su vez portador de otras historias.








Aborda el grabador su quehacer como ir de viaje, olvidándose de cuanto ha ido almacenando, cediendo a la inmediatez de la veta del cedro, el mdf, el acrílico, el metal; provisto él de herramientas cuasi quirúrgicas y de un estado de gracia caro al poeta. Hila en cada ataque de ácido, en cada viruta de madera, en cada brizna de acrílico, los paisajes profundos de la especie, preguntándose por la corriente que arrastra cuanto vemos pasar ante nosotros. A dónde van las imágenes, pareciera decirse, asiendo la gubia como el escalpelo con el que abrir un sendero, como quien conduce un rebaño, quien poda un árbol o separa la paja del trigo, eligiendo las vías donde encontrarse con la búsqueda que otros también emprendieran. A ese lugar van a parar sin remedio las imágenes, diluyéndose en el mismo instante en que la obra llega a imprimirse, convirtiéndose nuevamente en palabra, emoción, certidumbre, pertenencia común… y de ahí se vuelve a comenzar, se regresa al acto primario de abrir los ojos, esta vez con una mayor lucidez. Así cada día el memorioso va transfigurándose gracias a su insistencia en dejar sus más íntimas huellas a la vista de todos; con justa razón se habla de la gratuidad de las artes, que se dan por que sí, pues habemos quienes confiamos a la escritura –y el grabado lo es- el retrato del caos y el orden interiores, continuamente modificado, sin otra utilidad que la del pensamiento libre de verdades absolutas.





II



Es el oficio una disposición a la errancia. Luego de aprender el uso de herramientas, reacciones, materiales, procesos, el artista gráfico se permite decir, argumentar en un lenguaje cifrado de líneas y masas de penumbra, accidentes y granulaciones inéditas, de qué está hecho su entramado, cómo es que se han ido quedando en él partículas significantes y qué es lo que lo anima. Y descubrimos que su intención es con frecuencia críptica, que requerimos de cierta iniciación para llegar al sentido de sus señales, a sabiendas de que es poco fácil leer en el grabado, aún pretendiendo sea una ilustración llana o una caligrafía sin aparente relación con nuestro mundo. Errancia pura, insensatez del dibujante, que sabe de lo incierto y oscuro de nuestra pretenciosa coherencia existencial… y nos ofrece su versión de posibilidades a fin de que respondamos a ellas con entera seriedad, pues su labor es del todo seria.



Discurre de la viñeta lograda a base de navajazos en el linóleo a la abigarrada inervación de la punta seca; del contundente negro del aguafuerte a la suave brusquedad de los cortes en la xilografía. Sin atender razones, Cristóbal, transita por los entresijos de los modos de hacer, evidenciando cierto desenfado irónico del que quiere contar a medias una fábula, dejándonos la tarea de darle fin a nuestro antojo, a la manera de los buenos maestros que no te enseñan sino fragmentos de lo que ya sabes, para que no lo olvides y aprendas el ars combinatoria de tu propia invención. Al artista poco importa que lo entiendas, él quiere tu complicidad (Cortázar dixit); no le interesa tu complacencia, sino tu capacidad de inteligir múltiples órdenes y no dormirte en el conformismo de lo sé todo. El valor en arte nada tiene que ver con saber la historia del mundo, sino con el constante transformarse, ir hacia atrás y hacia adelante sin sufrir pérdida de realidad, pues lo real es solamente una representación colectiva mediante signos bien delimitados por el temor a descubrir otra nueva forma. El pensamiento artístico es por ello minoritario, transitoriamente apartado, potenciado exponencialmente por la obra. No es casual que sea proscrito, perseguido, exiliado, sabida su naturaleza contradictoria del consenso. Así deriva nuestro autor, cuya obra reunida cita –conscientemente o no- el discurso fragmentario de nuestra época vertiginosa.





III



Las imágenes.

Xilografía y linóleo son tierras muy bien abonadas en la obra gráfica de Tavera. El corte de la gubia, provocador de las áreas de luz y de vacío en la estampa, pareciera ser el modus predilecto del autor, su patria íntima, el lugar donde puede sembrarse confiadamente cualesquier promesa, como hablar en sueños. Cristóbal acentúa el contraste hasta los límites mismos del ícono, sugiriendo el interminable venero de trazos recomponiéndose sin fin en la mise en scene estrictamente personal, bestiario incluído.



Una magnífica xilografía (En el recibir está el dar) anuncia La línea del arte, una exposición en la Universidad Veracruzana, en mayo del 2002. Es la imagen de un cerdo enfrentado a más de una docena de cuchillos y un plato; a dos tintas, la línea segura y florida de este grabado ofrece una semblanza perfecta del dibujante impecable. La rabia que se advierte en el perfil del animal sugiere la posición crítica del autor, en tanto que una infinitud de cortes arrinconan hasta la síntesis las figuras, dispuestas en un área totalmente limpia que enfatiza la agresividad de los cuchillos. No hacen falta los matarifes ni el espíritu cruel de la fiesta connotada en la estampa. Es perfecto, riguroso, didáctico, al mostrar casi con descaro el innegable señorío de la técnica y el humor ácido y directo de Cristóbal; en todas sus estampas advertimos el grado de tensión máxima disponible, materia indispensable del dibujo; de poco color, su obra no precisa medios tonos (recurso inútil en la xilografía, no así en el aguafuerte) ni ornamentos, es sumamente lacónica. El cuadrúpedo pareciera querer amenazar a los propios puñales, de ahí que la xilografía, por el rastro de los cortes, resulta doblemente filosa: por la insensata ferocidad de la bestia y el elegante desollamiento de la madera. Quizá una de las piezas más emblemáticas en la obra de Tavera, con el color del fondo de un tocino asado indudable.





De los grabados en metal (intaglio, propiamente dicho, o incisión, para los anglosajones) me referiré a una pieza memorable: Ex voto. Es la obra comentada por Omar Gasca que trata de una niña yendo hacia ninguna parte en las entrañas de una ballena (dentada, a manera de piraña o animal quimérico). Bien. La niña, patrón gráfico que reutiliza Cristóbal en otros aguafuertes, al parecer ha dormido en el vientre de la ballena -o pez acantopterigio o remanente de la memoria abisal- y camina ¿hacia la escuela? Un rasgo propio del grabador es evidenciar sus recursos; en este caso, Tavera hace rodar la ruleta roturadora con desparpajo, enfatizando así la caminata indiferente de la niña. Qué más da a dónde ir, siempre será en el interior del cetáceo; el título sugiere que ha sido tragada, aunque ella continúa en su viaje apenas entorpecido por la concavidad del pez. Los juegos del autor ofrecen la ocasión de reencontrarnos con la accesoria inocencia de jugar a marcar la placa, como si no se tratara de algo serio (signado por la escritura caligráfica, arriba y debajo del pez) al que hay que dedicar buenas horas de empeño y hacer gala de una sutilísima ironía. La aparición del manuscrito en la estampa data de los mismos inicios del grabado, una vez separado de su origen: el libro. La persistencia del texto en la obra de Tavera mantiene un lazo indisoluble con la vertiente epistolar, clásica de quienes no se agotan en la estampa, trascendiéndola. Escribir en la placa (mediante transferencia o a través de esgrafiar la placa al revés) alude a un impulso introspectivo de sentido contrario a la imagen, lo que hace suponer que estás hablando con alguien (generalmente uno mismo).





Así, la imagen del Mago (aguafuerte en zinc, a dos tintas) no deja de ser el aliento mismo de la escritura, dejando ver que nuestro autor ha confinado lo inexpresable en esas columnas de texto ilegible dispuesto a manera de chorros de agua precipitándose sobre el personaje inerme, reducido al peor de los ridículos. En una suerte de hipertexto, advertimos solamente una incesante grafía impronunciable, tal vez el destino del mago convertido en pupa envuelto en una sábana de palabras dispuestas en cinco galeras, estupefacto, trepado a un taburete donde hacen las focas su número. Ritual amargo que preludia un acto trágico, por cómico que resulte, acompañado por el perro y la silla circenses. Su silencio es trepidante, prevaleciendo la más fría de las soledades en un proscenio gradualmente tragado por la oscuridad en la base del grabado, como un abismo. El personaje no lleva rostro sino un perfil negro asestado como una bofetada. Cuenta Cristóbal cómo hace la transferencia del texto, “mediante un fotopolímero muy de moda, por su baja toxicidad”; resulta pertinente mencionarlo y así facilitar el acceso a la gráfica de Tavera por la vía de sus métodos confesos y de un humor adicto a la paradoja.

Otro tanto puede decirse de Circo (la misma niña del cetáceo, dentro de una empalizada circular), Conserva (personajes nervudos, cautivos en frascos cristalinos cerrados, con texto en la base de la estampa), Fábrica (en la que fuertes trazos negros, amenazantes, presiden el paso de la misma niña caminando hacia la derecha), Instrucciones para hacerme reír (un mamífero bermejo y transparente expone las vísceras y lleva un rostro humano que lo hace ser parte del séquito circense), Casa, La broma, Barco. La mayoría asistidos por el texto centinela, intraducible, burlón.






El texto en la obra de Tavera es omnipresente, al grado de erigirse en tema abarcador, escenario sobre el que sucederán los actos reveladores. Una serie de obras al aguafuerte, aguatinta y punta seca lo presentan como argumento primordial en torno al que gravitan árboles, peces, antenas, gatos… A manera de dibujos espontáneos, rayanos en el arte inspirado en gestos de niños, delirantes, cargados de un frenetismo otrora perseguido por el dadaísmo, casi azarosos, estos grabados ofrecen los gérmenes de los que brotarán tratamientos más mesurados. Acuden a la intensidad del rayonear la placa, acomodarle series de figuras diminutas suplantadoras del follaje de los árboles. Otros (Alacrán) ostentan textos tachados similares al cuaderno escolar o trazos como cicatrices.

El aguafuerte es implacable, suave al scratch del punzón y registra más indiscriminadamente cualquier marca, por leve que sea, en la capa de barniz refractaria al ácido, de ahí que en la impresión acuse una vida más intensa, muy próxima al dibujo per se.






Hay una xilografía particularmente atractivas: Amman antena. En ella el grabador explora la riqueza expresiva de la veta de la placa de madera (pino, cedro) en conjunción con imágenes contrastadas y aéreas. Este asunto se volverá recurrente en la gráfica de Cristóbal. Sin duda prefiere el espacio abierto, plano, herencia del arte egipcio, potenciando al máximo la perspectiva a base de tintas pastel en el fondo y negro rotundo en primer plano. Grabados minimales dotados de una lírica testimonial fresca; el gusto por la crónica de azoteas en ciudades abigarradas, hacinadas en una feroz competencia por el mínimo espacio, asegura al autor un perfecto balance, una obra ciertamente autorreferencial, sin el ñoño temor al lugar común. Ademán sincero el de este artista, sabedor de una pupila diestra en identificar las correspondencias más insólitas en cuanto puede ver al paso.



Una serie de huecograbado en metal a dos placas (cobre y aluminio) es la consolidación de las preferencias íntimas de Tavera (Ramas, Ramitas, Conos y Hojas, Montaña, Tipi, Máquinas voladoras (1 y 2), Torres, y Antena), en las que el segundo plano ha sido suprimido, esbozado, minimizado, forzado a ser mero remedo gráfico, en tintas cálidas. El implacable negro de las siluetas cobran mayor importancia y transforman la estampa en una poliédrica resonancia de estructuras macizas como sombras chinescas, propiciadas por el uso de la imagen contrastada y transferida gracias al fotopolímero citado antes. Los resultados son notables, aunque el dibujo se ha vuelto conceptual, utilizando el atajo favorecido por la manipulación de imagen en el ordenador, que obra como si pusiéramos un sol detrás de los objetos. Nunca fue más plano el grabado.







Otra pieza xilográfica, Metamorfosis, llama nuestra atención, por traer a cuento los postulados del primer expresionismo (la expresión de la subjetividad, no la impresión de la objetividad) fundados en el retrato ciego de una cabeza indistinta. Ineludible revisitar de nuevo El grito, de Munch; Tavera incide puntualmente en la voz en off de la gubia desconchando la placa maderosa. Un rostro anónimo confrontándonos es un reflejo incuestionable, monolítico, decidido, una página en que leer nuestras aristas, nuestras semejanzas, nuestra condición humana; la devastación de la veta tiene la cualidad de intensificar cualquier línea, transmutándola en alarido crudo sin aparente causa; eso lo puso bien de manifiesto el grabado alemán de entreguerras (1918-1939), al ocuparse de la miseria y soledad inherentes a una sociedad en crisis permanente. La pieza de Cristóbal también es acusatoria, aunque en forma tal que no escandaliza; una rara serenidad permea la corteza violentada en cada corte, signo que se convertirá en la divisa taveriana. ¿Puede el grabado expresar otra cosa que no un silencio acusador?  







IV




Objetos encontrados, es la saga que agrupa las fotos.

A manera de reposado estanque, las fotografías intervenidas de Cristóbal cuentan con el registro de las transiciones contradictorias con que vivimos a diario. La tentación de replicar la visibilidad del mundo es una constante en todos nosotros. ¿Quién no desea ojear en las imágenes para resignificar las experiencias, las ideas, las emociones? Gran parte de nuestra cultura cotidiana es eso: entrar al territorio de la inaprehensibilidad de los fenómenos, sitiar la ausencia de luces y sombras en busca de algo que pudiera habérsenos quedado atrás. La fotografía, como los astros celestes, nos hace ver la luz de lo que hace rato no está entre nosotros, lo que ha cambiado de textura y lustre, lo que está yéndose a pedazos a la memoria selectiva. Cristóbal quiere no perder la ocasión y lleva su cámara consigo, como hacer adobes, como matar el tiempo; luego las carga en el ordenador, las arruga, las moja, las ensordece, hasta asegurarse de que han sido probadas en la piedra de toque del sistema binario. Al salir impresas llevan el lacre de su intervención. Han sido tratadas.




Resultan familiares y ajenas, transparentes y densas, grandilocuentes y austeras, irritantes e indiferentes, como el reverso de sus gráficas tradicionales. Capturar la realidad, en caso de que haya una realidad, no siempre es convincente, parece decir Tavera, emprendiendo a la vez una especie de alteración diacrónica sobre la fotografía, agregándole identidades afines, contemporáneas, suplementarias, editándolas con el velo de la autocrítica, rasgando el grafitti con la garra de la ironía, nuestro espejo interior. Una figura femenina entronizada en el Olimpo desechable del deseo estéril gestado en el yermo de la publicidad de la que nadie está a salvo ya.  

¿Por qué este viraje hacia la indiscriminada pradera de lo real fotográfico? Porque la imaginación trabaja sobre referentes que tocan tu existencia dejándote un rastro indeleble con el que inicia un proceso de respuesta impostergable, de orden alquímico, si se quiere, en el que tienen que ver las focas noruegas, la niña incansable en su caminar y las antenas como arácnidos sobre las ciudades, todo en otra secuencia, pasmosa, sin remedio, en la que nos reconocemos, sin duda.








Miguel Carmona Virgen
Morelia, Michoacán, octubre, 2010 

martes, 15 de marzo de 2011

LOS MANIFIESTOS DE LA IRA

Alejandro Delgado. Light Michelangelo Canned. Gráfica digital. 2003


APROXIMACIOES A LA OBRA GRÁFICA DE ALEJANDRO DELGADO.

En esta obra no hay concesiones de especie alguna, hay humor. Nuestra cultura mediática es convocada por Alejandro en el contexto del juego satírico, en el que hacemos de  voyeur, índice acusatorio y enfant terrible. En un primer acercamiento a estas “infografías” adivinamos la indefectible tentación por el arte digital, una vuelta de tuerca a la exuberante tradición de la estampa. La gráfica de medios, en la que interviene el lenguaje binario de manera sorprendente. Grafica de riesgos, incierta y experimental, que conduce nuestra doméstica visión hacia planetas imaginarios no visitados.


Alejandro Delgado. Van Gogh Walkman. Gráfica digital. 2003


I

La serie Extraña Ausente versa sobre la modelo del artista; serie de fotografías insertadas en escenarios arquetípicos, en los que los resabios de la cinematografía se evidencían a manera de muletillas oníricas cuya violenta poesía resuena con la densidad de una obra barroca. De tiempo congelado, estos fragmentos de filmes imaginarios exhiben a la modelo como nota al pie de página de una intención nostálgica, donde la provocación es la imagen de lo perdido en el pozo de los deseos. La referencia al agua proporciona una de las claves de aquella resonancia en la que el recuerdo siempre será indefinible y persistente, como recordar un sabor, una textura, una voz. Se evocan los ritmos efímeros del ser, lo que sucede en el tiempo, lo perdido. El agua es curso, como la música. Curiosamente, el autor trata el color como el sonido… meros significantes. La obra de Delgado no es fácil, pues sus correlatos pertenecen a otras parcelas de la creación, en las que hay que encontrar significados paralelos. Alejandro no ilustra el anecdotario de su vida ni el registro de sucesos cotidianos, trasmuta los signos. No es casual que él mismo cultive la poesía y la música.

Alejandro Delgado. Brueghel Trade Center. Gráfica digital. 2003


En esta serie campea la simetría y los interiores. Jugar a encontrar analogías por el azar fue un método muy socorrido en el dadaísmo de Zurich; no lo ignora el autor y se enfrasca en la visión caleidoscópica ofrecida por la niña-mujer que le sirve de modelo, de papel tapiz, de Venus velazquiana y de ícono exponencial mediante el que se multiplican hasta el infinito las lecturas del símbolo. El desnudo es el naipe cambiante a través del que el artista nos hace partícipes del carrusel del deseo en la virtual intimidad de esas manipulaciones de la luz y la bidimensionalidad; aunque también hay un deseo de la forma. Para el creador la forma es primordial y “lo demás”… es barroco.
Probablemente cita –no podemos asegurarlo- a la publicidad visual. La proa de su navío se parece en mucho al artificio mediático. Quizá es el sueño o la reconstrucción geométrica del tiempo, es decir de nuestra perspectiva renacentista. Lo cierto es que el artista sabe eludir las vías fáciles para acceder a un discurso inusitado, novísimo.
A manera de fotogramas (uno de veinticuatro por segundo) la serie muestra los arcos de medio punto, aceras como espejos, virajes nocturnos del color y zonas de vacío llenándose de girones en una saga de cuasi horror vacui  en la que nos gusta mirar a esa mujer-niña que cubre su cara, pues la desnudez está en sus ojos. Los pasadizos y atmósferas de esta gráfica son habitados por la consunción de una imagen inmanente a toda figuración: el cuerpo de mujer posibilita una figuración accesible que aquí se ha tornado extraordinaria por las transformaciones que opera Alejandro en las coordenadas de su PC.
Pocos artistas aceptan el desafío de la tecnología. Alguien dijo que Delgado era el abogado del diablo. Pues no sólo eso, es el mismísimo diablo; va más lejos que el hiperrealismo al uso, propone alimentar nuestra raquítica ironía hecha de academias y gustos teledirigidos.

Como en un film de Wenders, el horizonte es un vacío, una raya después de la cual los signos naufragan sin remedio. Ahí sitúa este autor toda pretensión de final feliz. La línea ominosa que suele demarcar los límites de la sombra y la luz le sirve para encarar los entusiasmos. Toda insistencia en el pansexualismo de la figuración alejandriana es rebatida con la contundencia del humor negro que antes fue cortado a tijera y ahora es ensamblado con las herramientas del ordenador. La gratuidad de la publicidad es el mejor estribillo que puede calzarle a esta serie cuyo centro gravitacional parece ser la mujer-objeto.

El interminable interior se dilata en el lugar común: algo sucederá. Las bondades de la PC ponen en entredicho la legitimidad de nuestros deseos, transfigura el paradigma de la identidad en unidad de espacio en el monitor, objeto integrado por secuencias numéricas. La fotografía desemboca en una larga reiteración tonal donde se multiplican las referencias hasta diluirse en una marea disparatada, que hubiera querido Tristán Tzara. Heráclito contradicho por Wittgenstein y su sistema binario. Qué sucederá. Consumimos imagen, ya lo sabía Picasso. Nuestro deseo más profundo no es carnal sino su imagen, esa materia evanescente que echa a andar la industria mental en cada individuo.


Alejandro Delgado. Marylin Marx. Gráfica digital. 2003

II

Las imágenes frontales (en su mayoría femeninas) de rostros fusionados en texturas multicolor son el resultado de intervenciones directas en la pantalla, usando las herramientas de la PC como lápices, pinceles, reglas y aerógrafo. A veces retocando y escaseando en doble exposición los “objetos”. Son los Sueños en el Espejo. Alterar la imagen es un divertimento que practica el autor desde hace buen tiempo. En ello cabe apreciar el efecto que propicia un buen programa de imagen  y la impresión en plotter. La Neográfica tiene su propio rigor; antes que nada hay que saber entenderse con los rudimentos del ordenador, así como ser buen dibujante y saber lo que se quiere decir. Tres condiciones para navegar en las aguas de eso que llamamos multimedia.
Otro ingrediente es el audio. Delgado abarca los ámbitos de la imagen cual director de escena. Aquí debe decirse que su melomanía es tangencial y omnipresente en la hechura de la obra.
Llama la atención es esta serie la distancia que ha tomado su espíritu satírico. No obstante, el resultado no carece de segundas intenciones, quizá más formales, en las que ha tomado la vertiente geometrista (remember Vasarely) para entibiar en algo la rigurosa cuadratura de sus figuras. Textura virtual, guardada en la memoria del disco duro, puede editar una o diez mil iguales, hasta diluir su “valor” en un múltiple inimaginable. Una nueva era del collage se abre ante nosotros, tomando en préstamo las autopistas de la gráfica. Si Max Ernst viviera…


Alejandro Delgado. Vermeer y Murillo. Gráfica digital. 2003

III

Hay otra serie: Sueños. El rostro femenino duerme dentro de la concavidad ora calcárea, ora pétrea u orgánica. La imagen tiende a ser fagocitada por sí misma. Serie gótica, en la que el color alcanza connotaciones sónicas de mínima sordidez. Otro género de film en el que las fotos fijas potencian las tramas inéditas. Pirandello en busca de un collage que despliegue la inconfesable tira animada de las pasiones humanas. Son sueños que hubiera deseado Freud, sin exagerar, para aliviar en algo su xenofobia. Demasiado congruentes para ser soñados, sin embargo, renuevan el viejo modo de admirar un collage. De un cinetismo potencial, el rostro femenino gira el vórtice de laberintos metafísicos que semejan fantasmas atrapados en la retina, detritus de otros sueños.
Sabemos que buena parte de la vida la pasamos dormidos, tal vez soñando. De esos sueños algunos son memorables y otros dignos de olvidarse, deleznables. Sin duda Alejandro se ha adentrado en la espesura de estos últimos. El creador no olvida con ligereza, insiste en que algo ha quedado varado en el lenguaje de la frágil memoria, inquiere a la máquina –como en una de Stanley Kubrick- hasta quedar convencido de que puede volver por las peluzas de sueño. Nada es prescindible para él.


Alejandro Delgado. Michelangelo en Seurat. Gráfica digital. 2003


IV

Sombras de Tiempo es el trabajo pulido de un fabulador de la imagen. Fábulas sin moraleja estas que se parten en dos, llevando la simetría por senderos sorprendentes. Diríase que son sílabas de un idioma reciente. Se puede hablar de sincronicidad o de progresión gráfica. Dios sabe cómo llega Alejandro a este pliegue de la temporalidad de una fotografía.
Sin ocultarnos las claves (el flash back cifrado por el color en la segunda foto, por ejemplo, y la fractura del discurso al pasar inconclusa la fotografía en segunda instancia) el autor simula una hiperrealidad que corta el flujo predecible de la imagen en nuestras meninges y a cambio prolonga la polisemia, como dos espejos confrontados.

De una vena poética, los archivos de esta serie resultan deslumbrantes parpadeos que revelan la capacidad de ira y de respuesta al oleaje icónico de nuestro tiempo. Summa de la babilónica cultura de la imagen, la serie anticipa una crítica fundamental a los principios alienantes de toda iconografía. Héroes y tumbas diría Sábato, sirven para enfatizar el proverbial inmovilismo que fabrican los publicistas para las colectividades humanas.
Así obra Alejandro, como los publicistas, sólo que esta vez no nos quiere vender “lo que tú necesitas”. Su idea es de una épica asombrosa. Pareciera que su consigna es depurar nuestra visión antes de intentar ofrecernos una obra de arte, como si no estuviésemos preparados para tanto. Barrer el patio, antes del espectáculo, tantas veces como sea necesario. Y es que no estamos libres de la polución de los mass media.

Así, una larga fila de migrantes replica el horizonte, como corolario de toda familia del tercer mundo. Creando una doble bidimensionalidad a base de introducir una sanguina y sustraer al varón elimina el folcklorismo y la gratuidad de una foto de domingo. Crea un verismo inusual y agresivo, sin cercenar en nada la plasticidad (un atributo poco común en las obras de collage) de la obra. En otra vista, la foto de estudio es integrada al fotograma de un film agrio, también recurriendo al color sanguina. O bien, reaparece el estigma de la publicidad, esta vez de automóviles paradisíacos, transportando a dos peones del campo a una intemporalidad penosa. En otra gráfica, una campesina llora la pérdida de un ser querido y es colocada en un mundo peor que su quebranto, frente al dueño del restaurante de lujo, sustituyendo el fondo. Merece especial atención la vista en que dos lavanderas pobres son trasplantadas a la luna, reflejadas en el visor de un astronauta; allí seguirán lavando a la intemperie (cualquier discrepancia al respecto suena insulsa).

Alejandro Delgado. Marylin en Botticelli. Gráfica digital. 2003 


Delgado conoce los resortes de la ironía y las trampas de la buena fe, para él no hay subterfugio posible. Quiere hacernos compartir el grado de conciencia de responsabilidad que experimenta ante la pretendida inocencia de los mensajes evasivos de los medios masivos. Eso le lleva a mostrarnos su lado lúdico en la estampa donde clona los sombreros de los espectadores de un jaripeo, a la manera de ovnis amenazantes, cómicos. Quizá divertida resulte la estampa en que la bendición de Dios es impartida por la bóveda tapizada de las efigies del Santo Padre y de Hitler, en una densa conjunción de elementos que van desde el niño miserable –en blanco y negro- que abre las puertas hasta la apoteótica explosión nuclear en el centro del asunto.

Leer estos Manifiestos de la ira nos expone al incómodo autoanálisis. Una de las gráficas se refiere al fut-bol, un tema inocuo si se quiere. Pues no, en los pueblos fantasmas (un subproducto de la migración) quienes juegan al fut-bol son las mujeres. Por metonimia sabemos que aquí hay una terrible cita: el fut-bol se ha dolarizado, pues es un deporte por el que se paga caro, aunque todo mundo pueda jugarlo. Se cobra el espectáculo, no el juego.
Lo mismo ocurre con el simple acto de fumar, convertido ahora en una auténtica persecución, estado de sitio, irracional satanización del ritual ancestral. Inquietante.

Otras veces el pesimismo alejandriano lleva al niño que trepa a la resbaladilla hasta una obtusa ascensión sobre un muro con salientes; seguirá su ascenso de por vida, pues en la segunda imagen le acompañan hombres maduros… que empezaron desde niños. Pero la mayor extrapolación gráfica es aquella donde la mujer humilde quiere ser anunciada en la revista Elle, donde naufraga toda dignidad femenina.

Alejandro Delgado. Munch en Escher. Gráfica digital.2003


Un registro implacable de los mitos devocionales –por ende publicitarios- es el de los creyentes cuaresmales, que van y vienen en la misma calle, tornándose insoportable la segunda vista, donde un Boeing sobrevuela las albercas dispersas en un balneario sin fin y los creyentes siguen hacia ninguna parte. Otra excelente fábula es la de los niños del campo que acaban huyendo de sus propias fantasías, convertidos en dibujos animados perseguidos por unos engendros dalinianos. Y qué decir del migrante que camina en la jungla de cemento o de aquella extraordinaria vista donde dos mujeres –madre e hija- caminan entre dos formaciones de pulcros y refulgentes aviones; nunca fue más sutil y corrosivo el collage al situar a la pareja expulsada de la ciudad que se ve al fondo reflejándose en el agua.

Al igual que todos ellos, el migrante no podrá aspirar a saborear la hamburguesa más grande de sus sueños, pues siempre será visto como un ser en blanco y negro, vaya donde vaya. Las artes combinatorias de Alejandro resultan afortunadas gracias a su manejo del color como texto, lo que lo hace deudor del cine. Eso hace de la imagen de las bayonetas una película de horror; la brutalidad bélica es tratada con el cuidado de una estampa japonesa. También el niño que hala un caballo cargado de costales de tierra es sujeto de tales transformaciones desfiguradoras… y el migrante en el puente, conducido a la Babel tenebrosa que recibe al personaje con las fauces abiertas y brillantes.

Cuando Neruda describia el reparto del “mundo a Coca-Cola y Anaconda, Ford Motors y otras entidades” Alejandro no nacía aún. Eso no le resta mérito a la lámina donde los caminantes trashuman entre botellas de refresco. Ha sabido el autor abrevar en la vena del Pop Art sin verse minado por la ramplonería del clisé o del humor involuntario, volviendo fortalecido y sobrio a “tratar” con la imagen prefabricada. Libre de la seducción por el sermón, afirma su lenguaje personal, guste o no. De esa manera, recurrir a las patentes de corso de un Coppola (esos helicópteros en el cielo incendiado) o de un Buñuel (los interiores asfixiantes) puede propiciar peligrosos refrigerios. No se reserva el pronóstico ni cede a la complicidad con un mundo regido por la demencia, ordenado según las constantes de la usura, configurado para el espectáculo. Antes de Goya hubiérase hablado de un escenario dantesco.

Josep Renaud estaría feliz con esta galería de espejos. A cuchillo somete Alejandro el American way of life, las sombras equívocas de las mujeres cargando bebés sin un destino claro, las Revoluciones mexicanas, los basureros y sus ángeles belicosos, los ebrios y heridos arrastrados a los aeropuertos que no los llevarán a ninguna parte. Parece suponer nuestra capacidad decodificadora y la convicción de que toda obra gráfica está cifrada en una trama inteligente.
Fritz Lang, Kurosawa, aportan lo suyo en esa mención del mes de la patria… inalcansable. Los niños depositan su bote limosnero en cada acera, en todo momento. No juegan. Ya no son niños. La troca llevará a la familia hasta el mismo Manhattan. Los artesanos sufrirán el vértigo de la estructura y el jinete irá siempre a contracorriente y despacio.

Pero hay en la saga de Sombras de Tiempo una vista inolvidable, titulada Vereda. Es una foto oscura de una mujer llevando una canasta. La segunda escena es ejemplar, con sus power plants (plantas de energía nuclear) al fondo, después del cementerio de carros y la misma mujer pisando el puente convertido ahora en una adherencia absurda, como tabla de surfing. El acerado índice del artista señala la oscuridad velando la belleza de un crepúsculo.
Finalmente un hombre, evidentemente campesino, asciende a la gloria. Inevitable Spielberg que resuelve la apoteosis de Sísifo, con la Gran Babilonia al fondo y un simbólico laberinto donde deambula una mujer multiplicada. De la miseria al cielo. Ninguna mala conciencia impele a Delgado a formular sus Manifiestos, de modo que podemos estar tranquilos. Se trata de una obra gráfica que no para en autocomplacencias, un autorretrato de la ira.


Alejandro Delgado. Bernini en Duchamp. Gráfica digital. 2003

V

Alguna vez Marcell Duchamp trazó unos elegantes bigotes quebedianos sobre una réplica de la Gioconda. En Juegos Mentales la Mona Lisa lleva falda corta y tacones, para lucir sin brassiere una estampa de Munch en su playera; Munch aparece en un proyecto de Escher, La Misión Apolo pasea indiferente en el Mural de Orozco, las segadoras de Millet cosechan en el campo minado de las Plantas Nucleares, El David de Michelangello se broncea en el cuadro de Seurat , etcétera.
Alejandro elige esta vertiente jocosa de la Historia del Arte para decirnos que el Museo guarda  obras en proceso de folsilización. El arte no está allí. El Museo es Mausoleo, por obra de birlibirloque.
Dadá mostró lo que podíamos hacer con las colecciones de los Museos: recliclage. Es lo que hace este autor. No es su intención divertir sino provocar un nuevo reflejo sobre la característica más entrañable de la obra artística: es una cosa viva, un proceso de meditación, un ejercicio de crítica, una renovación continua del asombro, un pase mágico para intensificar la existencia… no un almacén de mercaderías.

Potable en toda regla, la extensa obra de Alejandro Delgado sigue siendo la consecuencia de una actitud honesta y alegre ante la vulgarización de la práctica artística. Una difícil posición. Un mal ejemplo. Equivocado o no el creador mantiene la congruencia que pide la obra. Su diálogo es transparente. Se dice que la obra es la biografía del autor y esta es la mejor instantánea que podemos intentar en el caso de un artista incesante, que no se arredra ante las nuevas formas de la imagen. Estas series de gráfica digital son evidencia de esa templanza.
                                                                    
 Miguel Carmona. Morelia, Mich. Marzo de 2003